La
banca metálica recibe el bus del centro.
Bajan
tristes números con loncheras.
Suben
otros, no se hablan.
Entra y
salen, con su estela de humo negro.
A veces
me trato de sacar de mi papel de hombre.
Me motón
en mi máquina humana
para ir
por los techos,
esquivando
las antenas,
caminando
con cuidado,
saltando
trasparentes,
viendo dentro
de las casas,
todos
sentamos frente al televisor,
mirando
infinitos minutos de vida,
el
mensaje no enviado,
la
tristeza de sentir precaria compañía.
Las
calles están llenas de vitrinas imposibles.
(podría
ser posibles con esta piedra hermano)
Y las
cárceles con fuerzas impulsadas
por un solo
individuo.
Una
sola lucha.
No
quiero tener
todas
las mercancías
si no
son para todos.
Es lo
justo hermano.
Me
bajo, pero veo en las esquinas
loncheras
hablantes,
que se unen
con los sin brete.
La
señora sale gritando,
pero
donde ve su hijo
les
ofrece su sufrimiento.
Todos
comen desesperados,
entre
la puerta entreabierta,
se
sienten sus ojos
en la
novela de las seis.
Sus
hijos piden cosas imposibles.
El
mundo ofrece cosas imposibles.
Prepara
la comida de infinitos días,
dejando
sorpresas de medio día,
en la
humildad de carnes baratas.
Y nada
se limpia solo.
Nada.
Es una
vida de replay.
La
misma cosa, la misma vida.
Los
mismo rostros,
la
misma miseria.
En
estos días los poemas sangran,
y entre
más los veo por las ventanas,
me
salgo al techo, para contarlos.
Somos
muchos.
Y sin
embargo el bus de las seis
está
ahí inmóvil con bancas duras.
Hay
brisa de colonias baratas,
que te
recuerda a tu barrio,
a la
vecina divina,
A tu
abuela.
A tu
madre.
A tu
tristeza.
Hacemos
todo esto
Y nada
nos pertenece.
Yo solo
tengo esta antena,
y una
vida reflejada
en
esperanzas lejanas.
Enciendo
la vida
de vez
cuando
y
escucho gritos
de un
mundo que muere.
Encendido
el corazón
la
guerra no termina.
No termina nunca.
Nos disparan billetes
con caras de hombres ricos.
Tiene el descaro de insultarnos
con nuestra preciosa vida consumada.
Estos buses repletos que van y vienen
son los mismos que van a la guerra.
Son los mismo, de aquí o allá.
Los mismos amarillos
que llevan los niños
donde se enseña a morir solos.
Las pobres almitas
que tienen en sus cuerpo
la belleza de no entender las reglas.
Porque hay que entender las reglas.
Reglas absurdas,
la regla del café,
la regla de mirar y no tocar,
de no decirte que te amo,
de no reclamar lo nuestro.
Es estúpido tenderlo todo y no tener nada.
Es estúpido tener un salario finito,
chiquito.
Yo veo donde sale hombres que hacen edificios
y se meten a los mismos buses cansados,
borrachos
por dentro,
y por fuera.
Otros pasan media vida
en una sillas giratorias,
¡Con este sol divino que te escupe por la
ventana!
Te dice: tu vida pasa, corre, te haces viejo.
Te estas pudriendo, ¡te están matando la
vida!
Yo quiero que aparezcan las sombras nocturnas,
otra vez.
Las que planean mañanas refrescantes
llenas de nosotros, afuera, en la calle, en
el campo.
Hasta ahora han ganado, todas las batallas.
Pero mientras seamos niños curiosos,
ausentes de entender reglas,
Podremos respirar un poco por todos.
¡Como si se nos fuera acabar la esperanza!
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