martes, octubre 11, 2005

Las Mujeres Embrujadas de Esperanza (Parte #4)


"Quería ver la sangre del cerdo correr por los rieles, y saber que el murió cinco segundos antes que ella(...)"

Para los transeúntes conocidos el asunto de la vaca no tenía ninguna trascendencia, para Andrés era la clave. En el instante receptivo no entendió. Era simple, demasiado simple. Asunto de límites. El miedo pavoroso de su realidad lo hizo mal soñar con el animal que le recordaba su maldita naturaleza, le hablaba, sentía que se revolcaba por su par de estómagos como mala hierba. Pero ella era buena, la vaca por supuesto, era un animal amigable, comestible. Así se quitaba el miedo inconsciente. Al otro día volvió, apurado por deporte, en busca del abuelo. En esos días el gobierno había puesto en marcha el viejo tren, nunca pensó poder morir por este medio de transporte. Se imaginaba esas historias de vaqueros donde amaraban a la vía férrea a infieles, mártires y revolucionarios. Ahí estaba, toda amarrada con cadenas y sogas, los ojos descubiertos, brillosos y húmedos, como reflejo de río acaudalado, y su maldito, a menos de cinco metros. Ese estaba amarrado solo de la cabeza, tenía una cadena estrecha en su cuello que lo aprisionaba contra el riel, gritaba desesperadamente, y Andrés, en su imaginación, sentía un placer indescriptible. Quería ver la sangre del cerdo correr por los rieles, y saber que el murió cinco segundos antes que ella, para saber que por lo menos lo vio morir y sintió el dolor asqueroso de ser salpicada por sesos y dientes. Así la odiaba. Cuando llegó al pueblo del abuelo olía mal. Era normal ver a viejitas vestidas de negro celebrando la muerte de cualquiera, por los cafés y los lloros en coro, lo que no era normal era el olor a azufre. Aceleró cuando pasaba por la iglesia, por aquello que el diablo saliera, y cuando llegó a la casa del abuelo estaba su madre llorando desesperadamente junto a sus once hermanas. El abuelo había muerto. Al parecer el abuelo se había puesto esa mañana una camisa turística, de esas llenas de flora y fauna, y fue atacado por una vaca loca. Se comió toda la camisa, el abuelo estaba tirado en el suelo todo pisoteado, con el pecho descubierto. Al acercarse Andrés al cuerpo recordó los sueños que tuvo esa misma noche. El abuelo tenía los ojos abiertos, blancuzcos, sobre su pecho descubierto la mano izquierda en posición de himno Nacional. Parecía que ocultaba algo. Agarró el banquito y corrió la mano. El abuelo tenía un tatuaje. “Lucrecia Borgia te odio”.

Esperanza estaba como de costumbre, y eso mataba a Juana. Ella tenía que aprender la soledad. En Esperanza esa palabra es como la palabra “felicidad”, existe pero nadie realmente sabe si la ha tenido alguna vez. El rocío de rosas le había reparado una cantidad considerable de amigos variados, en especial masculinos, pero realmente ninguno que diera la vida por ella. La adicción del extranjero lo mantenía feliz únicamente cuando estaba en inconciencia. Juana se dio cuenta que si seguía aplicando la cantidad doble pronto acabaría. Inmediatamente que empezó a aplicar la cantidad normal de rocío de rosas vio el cambio en el extranjero. El volvía, poco a poco, a la seudo-conciencia, los síntomas normales del síndrome de Esperanza. Como estaba en estados normales de la enfermedad, Juana Viale ya no aplicaba los métodos de domesticamiento, el racionamiento de besos y carisias ficticias empezó a matar al extranjero. El desesperado buscaba métodos alternativos de inconsciencia, pero no había nada que se le comparara al olor delicioso del pelo negro brilloso, o el tocar delicado de sus ojos negros diabólicos. Los métodos alternativos podían garantizar la supervivencia de los fines semana, y momentos de separación (como las noches y las idas al baño). A la luz pública era una pareja ejemplar, en los momentos solitarios, cuando el extranjero consumía a Juana Viale, detrás de las paredes, a escondidas, Juana Viale vivía una compañía solitaria. Los dos eran infelices. Ella quería estar en Esperanza, el extranjero quería ser él. Cuando el extranjero sintió el pavor del racionamiento, exigió objetos variados que le hicieran compañía, como fotos, cartas de amor, más fotos, almohadas, pantalones, camisas, y zapatos. Él lo que acostumbraba era agarrarlos suavemente y olerlos hasta dormir. Lo raro era que los pantalones, camisas y zapatos gustaban las primeras semanas, después perdían el embrujo. Claro, si ella rociaba, maquiavélicamente, todos los regalos con el rocío de rosas.

Continuará...
Martes 11 de octubre de 2005
Pablo Andrés Quirós Solís

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